Viernes Santo: Nada de lo que ocurre es improvisado

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El Viernes Santo sobrevienen sobre Jesús acontecimientos que se acumulan trágicamente, y al parecer, repentinamente. En realidad, sin embargo, contemplamos emocionados que nada de lo que ocurre se había improvisado.
«Buscaban una manera de acabar con Él» (Mc 11,18). No se había improvisado el rechazo a Jesús; los responsables de su condena la habían urdido con lentitud. El Viernes Santo simplemente la destapan y, al hacerlo, manifiestan el desprecio a Dios que ha sido constante en la historia de la humanidad. Este rechazo es la explicación del sufrimiento humano, de la tragedia de los justos, del freno a la bondad… Al rechazar a Dios, el hombre ha acabado rechazando a los demás y olvidándose a sí mismo.
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único» (Jn 3,16). No se había improvisado tampoco el amor de Dios y su fidelidad ante el rechazo del hombre. Dios reprueba el pecado, pero no al pecador. Se compadece del hombre que sufre las consecuencias del olvido de su Creador; Dios no renuncia a realizar el plan que anunció por los profetas: la Nueva Alianza, la Nueva Creación. Aunque ahora la salvación es la de un hombre herido, perdido, ciego, renegado.
«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo… Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 9.13). Finalmente, Jesús tampoco improvisa su amor. Vive del amor que recibe del Padre, y se hace mediador de su amor a los hombres. Sufre el pecado de los hombres y lo carga sobre sí para pararlo de raíz. Jesús padece porque sufre y calla, pero actúa y salva porque ama. El Hijo de Dios obedece al Padre, que ha querido ir allí donde el pecado ha llevado al hombre, para que desde el mismo pecado pueda el hombre ir a Dios.
Verdaderamente, nos amó hasta el extremo. El Viernes Santo, los cristianos acompañamos al Hijo de Dios en oración y amistad, contemplando su entrega por amor. Como María, permanecemos al pie de la cruz, amando y recibiendo el amor más grande, el amor de Dios que nos salva.


«Por eso se amotinaron los pueblos y pensaron vanidades las naciones; por eso se opusieron el madero al madero, la mano a las manos. Éstas generosamente extendidas, aquélla extendida sin freno; éstas trabadas por los clavos, aquélla libre y abierta; éstas abarcando los confines de la tierra, aquélla expulsando a Adán. Por eso ocupó el más noble el lugar del caído, la hiel sustituyó cualquier dulzura. Se enfrentó la corona de espinas al poder del mal, la muerte a la muerte. Venció la luz a las tinieblas, la sepultura al retorno a la tierra, la resurrección a la insurrección. Todo esto era adiestramiento que Dios nos hacía, los cuidados que él prodigaba a nuestra debilidad, para devolver al antiguo Adán a lugar de donde había caído y llevarlo hasta el árbol de la vida, del que nos había alejado el árbol del conocimiento cuyo fruto recogimos fuera de tiempo y sazón». San Gregorio Nacianceno, La Fuga, 25.

“La crucifixión”, de Juan de Flandes, se conserva en el Museo del Prado de Madrid. La obra se pintó originalmente para el retablo mayor de la catedral de Palencia.
En la parte izquierda vemos a  la Virgen María, San Juan, María de Cleofás y María Salomé. Al fondo, María Magdalena y dos soldados. En primer plano, en el lado derecho, Juan de Flandes sitúa a un soldado con armadura.